Adentrarse en la reflexión de los hombres del siglo XIX tiene su morbo. Luis Casado lo hace con el paso ligero y rumboso. Evocando a Saint-Simon. Si n

         

Adentrarse en la reflexión de los hombres del siglo XIX tiene su morbo. Luis Casado lo hace con el paso ligero y rumboso. Evocando a Saint-Simon. Si no sabes quién era este patriota, lee, diviértete y aprende cosas viejas.

Saint-Simon

Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon

Chile y la parábola de Saint-Simon


Escribe Luis Casado


Comencemos por precisar que Saint-Simon no es un santo, ni fue discípulo de Jesús. Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), fue un aristócrata. Con esto quiero decir que cuando se refería a los inútiles, sabía de qué hablaba.

Saint-Simon fue un adorador de las ciencias y le consagró tiempo al estudio de d’Alambert y de Rousseau, mal inspirado no estaba. Joven metiche, se interesó por la hidráulica antes de partir –a los 17 años– a luchar por la independencia de los EEUU junto a Lafayette.

Gran admirador de Newton, –de Isaac, no de las zapatillas–, quiso darle un sentido común a las ciencias y unificar los principios científicos. En esa estamos hasta el día de hoy, buscando cómo unificar la relatividad general con la mecánica cuántica, Saint-Simon no se andaba con chicas.

Aparte la hidráulica estudió matemáticas y física, biología y fisiología, antes de dedicarse a la filosofía. Entonces se le ocurrió preconizar el progreso de la humanidad por medio de la industria, la igualdad entre los hombres y la meritocracia, buscando que los industriales se asociasen con sus obreros para servir el interés general y el bien público. Se ve que fumaba de la buena.

Por alguna razón, y habida cuenta de la enorme influencia que ejerció su pensamiento, algún historiador lo describió como “el último de los hidalgos y el primero de los socialistas.” En esa época –el siglo XIX– la palabra “socialista” aún no se convertía en sinónimo de venal y de cantamañanas como ocurrió definitivamente a principios del siglo XXI.

Generoso, Saint-Simon imaginaba una cámara de inventores, ingenieros, artistas o arquitectos encargados de elaborar un proyecto de desarrollo económico y social cuyo objetivo fuese el mejoramiento de la suerte del pueblo y las ideas de progreso.

La venta del saber, la mercantilización de la educación o enriquecerse con la Salud del prójimo, le hubiese parecido cosa de locos o desvarío de economista. Muchos años más tarde, a fines del siglo XXII, tales prácticas fueron universalmente condenadas como lo que habían sido: vestigios de barbarie y canibalismo.

En una de sus obras, El Organizador (1819), en la que incursiona en la Historia, nuestro héroe se rajó con la célebre parábola que lleva su nombre: “Parábola de Saint-Simon”. Desde luego no tiene nada que ver con la sección cónica de excentricidad igual a 1, resultante de cortar un cono recto con un plano cuyo ángulo de inclinación respecto al eje de revolución del cono sea igual al presentado por su generatriz. No, nada de eso.

Por parábola entiendo aquí el truco utilizado por Jesús, que por alguna razón temía no ser comprendido por los atorrantes a los que se dirigía: un relato figurado del cual, por analogía, se deriva una enseñanza relativa a un tema que no es el explícito. Hablarle claro a los pringaos, esa es la receta.

La parábola de Saint-Simon, hela aquí:

“Admitamos que Francia conserva todos los hombres de genio que posee en las ciencias, en las bellas artes, en los artes y los oficios, pero tiene la desdicha de perder, el mismo día, a Monsieur, hermano del rey, a monseñor el duque de Angoulême, a monseñor el duque de Berry, a monseñor el duque de Orléans, a monseñor el duque de Bourbon, a madame la duquesa de Angoulême, a madame la duquesa de Berry, a madame la duquesa de Orléans, a madame la duquesa de Bourbon, y a mademoiselle de Condé. (…) Este incidente afligiría sin duda a los franceses, porque son buenos, porque no podrían ver con indiferencia la súbita desaparición de tan gran número de sus compatriotas. Pero esta pérdida de treinta mil individuos, reputados como los más importantes del Estado, les causaría una pena de orden sólo sentimental, puesto que no resultaría de ella ningún mal político para el Estado”.

Personalmente confieso que no me afligiría en lo más mínimo la desaparición de los 120 diputados que mangan en la Cámara, y aún menos la de los 38 padres conscriptos que se rascan los bajos en el Senado.

La desaparición de los ministros, de la elite de las FFAA, de obispos, arzobispos y cardenales, de todos los rectores privados y algunos públicos, sin olvidar la abducción de los subnormales que ejercen de burocracia sindical oficial, me distendería los zigomáticos.

La desaparición del SENAME, de los parásitos de la banca incluyendo los del Banco Central, de los innumerables “expertos”, de los bufones/as que muestran el culo en la TV, de los periodistas obedientes, de los sostenedores, de la plana mayor de las sociedades anónimas deportivas, y de los miembros de los directorios de la gran empresa, me harían alcanzar una muy ansiada ataraxia (tranquilidad del alma que resulta de la armonía de la existencia…).

Pero no tengo ni la sombra de una duda que de la “pérdida de treinta mil individuos, reputados como los más importantes, no resultaría ningún mal político para el Estado”. Todo lo contrario.

Jodido Saint-Simon…

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